¿Qué hora debe ser? Cojo el móvil, leo su
mensaje, sonrío con la boca y con los ojos, lo dejo en la mesilla y sigo
durmiendo.
La obra aún no ha comenzado y el asiento a mi
derecha está vacío. Estaba. Estallido de luz, una ristra de actores y roto
porciones de mi cuerpo en pos de la comodidad; roce de manos por accidente.
Rubor, calma.
Con todo el disimulo de que soy capaz… me
giro deprisa, que mi disimulo es brisa y mi intriga un huracán. No logro
identificar sus fricciones -¡ay!, sus facciones- pero me invaden aprecio y paz.
¿Qué obra es? Parece-que-ya-no-me-interesa-tanto en punto. El tacto adquiere
una dulce pulsión recíproca y lo más sorprendente es que no parezco en absoluto
sorprendido. Tampoco sé cómo hemos acabado trenzando en un suspiro nuestros
dedos, y el roce de dos sonrisas oscurece la ya negra sala. Palpitaciones,
suave.
Auras en intensa harmonía. La de cosas que se
dicen los labios en silencio; con los cuerpos horizontalizados podremos leernos
mejor. La obra debe ser muy buena, nadie nos está mirando. O mañana
apareceremos en las noticias. Pero nada de eso importa, que nos falta el
aliento y nos sobra la ropa. Sólo un microcosmos de afecto espontáneo. Calor,
caricias.
Seguimos en la sala, cerrado ya el telón.
Unos jóvenes nos señalan, se acercan, se ríen -y en el hechizo una fisura-.
Augura que mañana voy a su cama, nuestra obra por terminar. Sonrío, asiento.
¿Qué hora debe ser? Cojo el móvil, tardísimo.
No recuerdo haber tenido un sueño tan agradable, ni me importa no haber podido aposentarme
en su edredón. Como encontrar la melodía que resume, expande y acuna tu bóveda
agitada. ¿Afecto espontáneo? Antes de haberme dormido, había leído su mensaje y
sonreído con la boca y con los ojos.
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