viernes, 23 de septiembre de 2016

Besado en trechos reales

¿Qué hora debe ser? Cojo el móvil, leo su mensaje, sonrío con la boca y con los ojos, lo dejo en la mesilla y sigo durmiendo.

La obra aún no ha comenzado y el asiento a mi derecha está vacío. Estaba. Estallido de luz, una ristra de actores y roto porciones de mi cuerpo en pos de la comodidad; roce de manos por accidente. Rubor, calma.

Con todo el disimulo de que soy capaz… me giro deprisa, que mi disimulo es brisa y mi intriga un huracán. No logro identificar sus fricciones -¡ay!, sus facciones- pero me invaden aprecio y paz. ¿Qué obra es? Parece-que-ya-no-me-interesa-tanto en punto. El tacto adquiere una dulce pulsión recíproca y lo más sorprendente es que no parezco en absoluto sorprendido. Tampoco sé cómo hemos acabado trenzando en un suspiro nuestros dedos, y el roce de dos sonrisas oscurece la ya negra sala. Palpitaciones, suave.

Auras en intensa harmonía. La de cosas que se dicen los labios en silencio; con los cuerpos horizontalizados podremos leernos mejor. La obra debe ser muy buena, nadie nos está mirando. O mañana apareceremos en las noticias. Pero nada de eso importa, que nos falta el aliento y nos sobra la ropa. Sólo un microcosmos de afecto espontáneo. Calor, caricias.

Seguimos en la sala, cerrado ya el telón. Unos jóvenes nos señalan, se acercan, se ríen -y en el hechizo una fisura-. Augura que mañana voy a su cama, nuestra obra por terminar. Sonrío, asiento.

¿Qué hora debe ser? Cojo el móvil, tardísimo. No recuerdo haber tenido un sueño tan agradable, ni me importa no haber podido aposentarme en su edredón. Como encontrar la melodía que resume, expande y acuna tu bóveda agitada. ¿Afecto espontáneo? Antes de haberme dormido, había leído su mensaje y sonreído con la boca y con los ojos.

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